ALBERTO OJEDA (*)
Durante la primera mitad del siglo XX varios compositores establecieron un nuevo paradigma en el universo lírico. Lo suyo no fue exactamente una ruptura con la inflamación romántica y con el virtuosismo belcantista, patrones que dominaron el siglo XIX. Más bien fue una liberación: de la historia respecto al canto y la tonalidad. Hecho que produjo, de paso, un adelgazamiento: la economía expresiva se impuso, de manera que lo que antes se contaba en varias páginas de pentagramas empezara a concentrarse en unos cuantos compases. Fue un efecto equiparable al que tuvo la prosa sintética del periodismo sobre la caudalosa novela decimonónica. Ese fenómeno lo analiza minuciosamente Santiago Martín Bermúdez, dramaturgo y fundador de la editorial Scherzo, en El siglo de Jenufa (Ediciones Cumbres), casi mil páginas de apabullante erudición operística, que tendrá continuidad en otro tomo destinado a completar el itinerario por toda la centuria.
Santiago Martín Bermúdez recorre en el monumental ensayo El siglo de Jenufa las obras alumbradas entre 1900 y 1950, periodo en el que compositores como Debussy, Berg y Janácek encarrilaron el género lírico hacia la modernidad.
En esas cinco décadas la vertiente dramática de la ópera se ensalza y se destila. “Emerge un instinto teatral que plantea más claramente los conflictos y diseña mejor los personajes”, apunta su autor a El Cultural. Los músicos que marcaron el nuevo rumbo fueron Debussy, Bartók, el ‘tridente’ vienés (Shoenberg, Berg, Webern), Shostakovich, Prokófiev, Szymanowski… Aunque, para Martín Bermudez, el principal artífice de esa renovación (que no revolución) fue Leos Janácek. Y Jenufa, “donde se cuenta tanto con tan poco”, la obra suya que más nítidamente la ejemplifica, de ahí el título escogido para su voluminoso ensayo.
El autor moravo, nacido en 1854, manifiesta otro rasgo que marcó la música que se compuso en esa época: el fervor nacionalista, que en su caso le empujó a apartarse del influjo germano y, por tanto, de la preponderancia wagneriana. Sublimó el proyecto de acuñar una ópera nacional checa iniciado por Smetana. “Fue a las raíces de la prosodia de la lengua checa, que, como en todos los países, se encuentra en los campesinos: en sus cantos de boda, de funeral, de labranza… Hizo una labor equiparable a la de Bartok con su idioma, el húngaro”. Jenufa combina con impecable equilibrio ese rescate de la tradición oral autóctona y el nuevo lenguaje lírico donde el canto se mimetiza con el habla y la orquesta se suma al elenco como un personaje más (que también ‘canta’).
La música se escribía, en gran medida, al calor de los conflictos políticos de su entorno. Martín Bermúdez, politólogo de formación, detalla cómo se filtraron esas tensiones colectivas en el papel pautado. Particular exhaustividad dedica al desmontaje del Imperio Austro-Húngaro en mitad de un avispero de nacionalismos rampantes y el pulso entre el paneslavismo y el pangermanismo. Es un capítulo histórico que sigue lamentando más de un siglo después: “Aplicar el principio homogéneo de las nacionalidades en sociedades tan entreveradas, donde en la misma calle de un pueblo se hablaba rumano, húngaro o checo, es sencillamente un crimen. La única manera de que triunfe es mediante la limpieza étnica. Lo vimos en las guerras de los Balcanes”.
A su juicio, el nazismo fue otra de las consecuencias atroces del desmantelamiento de la monarquía bicéfala. Su auge también marcó el destino de ese puñado de compositores europeos, la mayor parte judíos. “Los tildaron de degenerados y los hicieron desaparecer del mapa”. Algunos físicamente: todavía conmueve constatar la sincronía en las muertes de los checos Pavel Haas y Hans Krása, ejecutados el 17 de octubre de 1944 en Auschwitz-Birkeanau (sólo un día después caería Viktor Ullmann el campo original de Auschwitz). Otros siguieron el camino del exilio, tras verse acosados y purgados de los programas de auditorios y teatros de ópera. “Fue una generación maldita. Terminada la guerra, nadie se acordaba de ellos”. Y tampoco nadie se preocupó de rescatarlos del olvido. Los colegas que les sucedieron incluso apuntalaron su anonimato, para, según Martín Bermúdez, evitar que les hicieran la más mínima sombra. “Los chicos de las vanguardias, nacidos en los años 20, desde Maderna a Stockhaussen pasando por Boulez, se apoderaron de las orquestas y de las instituciones musicales y sólo se reclamaron descendientes de Webern, y muchos años después le perdonaron la vida a Schoenberg y Berg”.
El camino español
Esa ocultación deliberada no pudo, sin embargo, aguantar el paso de las décadas. Su modernidad radical terminó calando en el repertorio. Martín Bermúdez se congratula al encontrar su rastro en partituras actuales, también de compositores españoles, como María Moliner de Parera Fons, en la que el recitativo cantábile continuo manda sobre la tonalidad. “Tiene la gran virtud de que sabe componer para la voz, uno de los grandes problemas de los operistas de hoy, más concretamente de los españoles. María Moliner marca un camino”. Un camino que debería guiar a nuestra lengua a disputarle al inglés alguna parcela de la hegemonía que va adquiriendo también en la ópera (ahí está el éxito Written on Skin de Benjamin).
“Todavía no hemos conseguido una prosodia propia y hemos despreciado nuestro pasado zarzuelístico, nuestra copla y la canción popular. Es una tarea pendiente”. El guante queda arrojado a nuestros compositores.
(*) Reseña publicada en El Cultural de El Mundo el pasado día 29 de abril a propósito del recientemente presentado ensayo de Santiago Martín Bermúdez, ensayista, escritor, editor y consejero de ACE, en el teatro Real.