Si en la década de los años 20 París, para Hemingway, «era una fiesta», en los años 80 Madrid no lo era menos. Un optimismo sin límite, una pulsión más provocadora que revolucionaria, un afán vanguardista e irreverente, una explosión estética que se reflejaría en multitud de revistas culturales y mestizas, en exposiciones, en el orgullo gay, en el primer cine de Almodóvar, de Trueba o Colomo. La mayor parte de los libros y documentos que aluden a la época nos muestran una sociedad recién nacida a la democracia, disfrutando de lo que el franquismo había prohibido o relegado, impulsando nuevos movimientos culturales alrededor de los nacientes gurús del rock (Nacha Pop, Alaska), de la estética punk, de locales que acabarían mitificándose como el Rockola.
Pero esa no era la sociedad real. La que hacía frente cada día a la vida cotidiana era una sociedad todavía no del todo convencida del éxito de la transición, asustada por el intento de golpe de estado del 23F y el terrorismo de ETA, sacudida por el paro, con grandes bolsas de marginación. España avanzaba lentamente en el proceso de construcción democrática y el viejo sueño progresista comenzaba a tener visos de realidad.
Nos dice Manuel Rico en el prólogo: «el valor de estas páginas no es el del diario de un literato, o de un escritor maduro, sino el de un escritor en formación, el de un hombre lleno de dudas respecto al futuro de su vocación, de un escritor a la espera al que, a la luz del paso del tiempo, descubro sorprendentemente lúcido.»